jueves, 10 de mayo de 2012

Superviviente


[Un apunte previo: además de dibujar monigotes, de vez en cuando gusto de dejar escapar un poco de mi locura en forma de microhistorias, ésta es una de ellas]:

Soy de los que puede presumir de haber sobrevivido a tormentos y torturas de la peor envergadura. Puedo decir que, en mis 30 años de vida, he sido sometido a toda clase de maldades de una crueldad que sonrojarían al mismísimo Lucifer, el Rey de los Infiernos. No soy dado a fanfarronear, entre otras cosas porque tampoco tengo mucho con lo que presumir, pero si de algo puedo sentirme orgulloso es de ser un superviviente nato, preparado para todas y cada una de las penurias con las que este mar de lágrimas llamado mundo quiera azotarme, portando su látigo de veinte flagelos con púas afiladas llamado realidad.

            Algunos hablarán de las torturas medievales, de la Santa Inquisición, de dictadores sanguinarios ávidos de destruir y reducir a cenizas cualquier tipo de opinión en contra de su credo, de los orientales y sus perturbadores métodos para infligir dolor, de programas como Sálvame o Gran Hermano… Sin restar seriedad ni respeto a las víctimas que tuvieron la pésima fortuna de caer presos de semejantes bestias, mi situación en aquel momento, en mi opinión, no era mucho mejor.

            Estaba en la boda de gente que apenas conocía. Si aquello no era una tortura medieval, que baje Dios y lo vea. Una bolsa de ácido corrosivo yacía en el interior de mis entrañas, pesada e inquieta, abriéndose paso al resto de mi cuerpo, sumiendo mis extremidades y mi cabeza a un estado de angustia que haría gritar a un sordomudo en coma.

            Había sido arrastrado por mi novia a este acto social, protagonizado por una de sus compañeras de trabajo y un desdichado que, falto de reflejos, estaba pagando su incapacidad para esquivar ese tsunami destructivo llamado compromiso. En medio de semejante caos, mi cerebro estaba sometido a una presión gigantesca para mantenerse lejos, muy lejos de allí, más allá de donde el horizonte esconde el sol, más allá de donde van a parar las fantasías y las ilusiones de los niños cuando estos crecen y conocen la crueldad con la que la realidad del mundo les golpea, más allá de los límites de la cordura.

            Me encontraba en medio de una nebulosa oscura. Sombras y figuras poco definidas se arremolinaban alrededor de mí. Yo, confuso y asustado, sólo era capaz de producir sonidos guturales sin sentido. Allá, a lo lejos, alguien gritaba mi nombre, cada vez más fuerte. Cuando mi novia me clavó el codo en las costillas salí de mi ensoñamiento. Estábamos en el convite nupcial, al que de algún modo habíamos llegado conduciendo mi coche. En mis manos sostenía un vaso con agua y en la otra un palillo con una gamba al ajillo. Todavía perplejo, miré a mi alrededor, y por más que busqué no atisbé a nadie que conociera, salvo a la inocente y bienintencionada mujer que sonreía a mi lado. Como un viejo amigo que volvía por vacaciones, la bolsa de ácido de mis entrañas regresaba para darlo todo en su empeño por angustiarme.

            “¡¿Quién en su sano juicio puede desear esto?!” Voceé en el interior de mi cráneo. Lo peor estaba por llegar, la última y más cruel de las torturas que aquel evento me tenía reservada: la cena. A esas alturas, mi estómago rugía como una fiera salvaje y enloquecida, arañando con sus garras mi interior, reclamando desesperadamente materia orgánica para poder mantener sus funciones vitales. Ya nada me sorprendía, pero seguía siendo doloroso, pues lo que fueron poniendo delante de mí no sólo sabía como la ingle de un demonio, sino que además serviría para alimentar el estómago de un caballito de mar, pero no el mío.

            La noche transcurría y yo, lentamente, me fui abandonando a la desesperación. A mi lado, mi novia conversaba tranquilamente con el resto de comensales de nuestra mesa, ajena a la encarnizada batalla que se estaba librando a dos palmos de ella. No podía más y, haciendo caso omiso a lo ridículo que pudiera aquello parecer, detuve a un camarero y reclamé me que sirvieran el menú para los niños.

            Respiraba entrecortadamente, mi presión sanguínea amenazaba con reventarme las arterias, me dolían todos y cada uno de los huesos de mi cuerpo. No se cuánto tiempo pasó, pero de pronto alguien indeterminado se detuvo a mi lado y colocó un plato frente a mí. Se trataba de un filete empanado aderezado con patatas fritas. Poco a poco, mi respiración se fue calmando. Agarré los cubiertos y comencé a comerme aquello.

            Se hizo el silencio, o eso me pareció. Mi cuerpo comenzaba a recuperar fuerzas a gran velocidad. La bolsa de ácido comenzaba a batirse en retirada. Cargado de un renovado optimismo, viéndolo todo con una nueva perspectiva, una duda, una pregunta, una inquietud comenzaba a crecer en mi interior. En aquel momento todo cobraba un nuevo sentido. Sorprendido de no haber dado con aquello hasta entonces, miré a mi novia a los ojos y, adoptando el semblante más decidido que pude y cargando mi voz de la mayor de las convicciones le pregunté: “¿Quieres casarte conmigo?”

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