jueves, 31 de mayo de 2012
martes, 29 de mayo de 2012
Virilidad mal entendida
Hay ciertas cosas con las que no se juega. A saber: la comida, el fuego, los explosivos y hacerse el machito.
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lunes, 21 de mayo de 2012
¡Ahora caigo!
Los exámenes son como los ninjas: silenciosos, rápidos y letales. Si te descuidas, si no estás alerta, si no te preparas concienzudamente... acabarás empalado como una vulgar prostituta.
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martes, 15 de mayo de 2012
SOS
Por mucho que hayas disfrutado del S.O.S. de este año, haz el favor de no restregárselo a los desgraciados de tus amigos que se han quedado sin esta oportunidad... ¿Estamos?
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jueves, 10 de mayo de 2012
Superviviente
[Un apunte previo: además de dibujar monigotes, de vez en cuando gusto de dejar escapar un poco de mi locura en forma de microhistorias, ésta es una de ellas]:
Soy de los que puede presumir de
haber sobrevivido a tormentos y torturas de la peor envergadura. Puedo decir que,
en mis 30 años de vida, he sido sometido a toda clase de maldades de una
crueldad que sonrojarían al mismísimo Lucifer, el Rey de los Infiernos. No soy
dado a fanfarronear, entre otras cosas porque tampoco tengo mucho con lo que
presumir, pero si de algo puedo sentirme orgulloso es de ser un superviviente
nato, preparado para todas y cada una de las penurias con las que este mar de
lágrimas llamado mundo quiera azotarme, portando su látigo de veinte flagelos
con púas afiladas llamado realidad.
Algunos
hablarán de las torturas medievales, de la Santa Inquisición , de
dictadores sanguinarios ávidos de destruir y reducir a cenizas cualquier tipo
de opinión en contra de su credo, de los orientales y sus perturbadores métodos
para infligir dolor, de programas como Sálvame o Gran Hermano… Sin restar
seriedad ni respeto a las víctimas que tuvieron la pésima fortuna de caer
presos de semejantes bestias, mi situación en aquel momento, en mi opinión, no
era mucho mejor.
Estaba
en la boda de gente que apenas conocía. Si aquello no era una tortura medieval,
que baje Dios y lo vea. Una bolsa de ácido corrosivo yacía en el interior de mis
entrañas, pesada e inquieta, abriéndose paso al resto de mi cuerpo, sumiendo
mis extremidades y mi cabeza a un estado de angustia que haría gritar a un
sordomudo en coma.
Había
sido arrastrado por mi novia a este acto social, protagonizado por una de sus
compañeras de trabajo y un desdichado que, falto de reflejos, estaba pagando su
incapacidad para esquivar ese tsunami destructivo llamado compromiso. En medio
de semejante caos, mi cerebro estaba sometido a una presión gigantesca para
mantenerse lejos, muy lejos de allí, más allá de donde el horizonte esconde el
sol, más allá de donde van a parar las fantasías y las ilusiones de los niños
cuando estos crecen y conocen la crueldad con la que la realidad del mundo les
golpea, más allá de los límites de la cordura.
Me
encontraba en medio de una nebulosa oscura. Sombras y figuras poco definidas se
arremolinaban alrededor de mí. Yo, confuso y asustado, sólo era capaz de
producir sonidos guturales sin sentido. Allá, a lo lejos, alguien gritaba mi
nombre, cada vez más fuerte. Cuando mi novia me clavó el codo en las costillas salí
de mi ensoñamiento. Estábamos en el convite nupcial, al que de algún modo
habíamos llegado conduciendo mi coche. En mis manos sostenía un vaso con agua y
en la otra un palillo con una gamba al ajillo. Todavía perplejo, miré a mi
alrededor, y por más que busqué no atisbé a nadie que conociera, salvo a la inocente
y bienintencionada mujer que sonreía a mi lado. Como un viejo amigo que volvía
por vacaciones, la bolsa de ácido de mis entrañas regresaba para darlo todo en
su empeño por angustiarme.
“¡¿Quién
en su sano juicio puede desear esto?!” Voceé en el interior de mi cráneo. Lo
peor estaba por llegar, la última y más cruel de las torturas que aquel evento me
tenía reservada: la cena. A esas alturas, mi estómago rugía como una fiera
salvaje y enloquecida, arañando con sus garras mi interior, reclamando
desesperadamente materia orgánica para poder mantener sus funciones vitales. Ya
nada me sorprendía, pero seguía siendo doloroso, pues lo que fueron poniendo
delante de mí no sólo sabía como la ingle de un demonio, sino que además
serviría para alimentar el estómago de un caballito de mar, pero no el mío.
La
noche transcurría y yo, lentamente, me fui abandonando a la desesperación. A mi
lado, mi novia conversaba tranquilamente con el resto de comensales de nuestra
mesa, ajena a la encarnizada batalla que se estaba librando a dos palmos de
ella. No podía más y, haciendo caso omiso a lo ridículo que pudiera aquello
parecer, detuve a un camarero y reclamé me que sirvieran el menú para los
niños.
Respiraba
entrecortadamente, mi presión sanguínea amenazaba con reventarme las arterias,
me dolían todos y cada uno de los huesos de mi cuerpo. No se cuánto tiempo
pasó, pero de pronto alguien indeterminado se detuvo a mi lado y colocó un
plato frente a mí. Se trataba de un filete empanado aderezado con patatas
fritas. Poco a poco, mi respiración se fue calmando. Agarré los cubiertos y
comencé a comerme aquello.
Se
hizo el silencio, o eso me pareció. Mi cuerpo comenzaba a recuperar fuerzas a
gran velocidad. La bolsa de ácido comenzaba a batirse en retirada. Cargado de
un renovado optimismo, viéndolo todo con una nueva perspectiva, una duda, una
pregunta, una inquietud comenzaba a crecer en mi interior. En aquel momento
todo cobraba un nuevo sentido. Sorprendido de no haber dado con aquello hasta
entonces, miré a mi novia a los ojos y, adoptando el semblante más decidido que
pude y cargando mi voz de la mayor de las convicciones le pregunté: “¿Quieres casarte
conmigo?”
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miércoles, 2 de mayo de 2012
El Peñón
Los compañeros de piso son esa especie que se mueve entre considerarlos parásito o simbionte: o son un peñazo insoportable, o sin ellos la vida apartada de los tuyos sería mucho más difícil.
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